Plaza de la Libertad: De zapateros a cosmopolitas
- orientandotemedio
- 30 sept 2021
- 6 Min. de lectura
Por: Juan Daniel Escobar
La plaza de la libertad Santiago de Arma como emblema de la tradición zapatera hasta la modernización contemporánea
Rionegro: Un recorrido por su patrimonio histórico

Entre la carrera cuarenta y nueve y la carrera cincuenta, bajo la sombra de la erguida Concatedral de San Nicolás El Magno, vibra entre las voces y los pasos de los transeúntes la Plaza de la Libertad. Iluminada por la luz del mediodía, la concatedral recibe a los fieles que cada día sin falta, atraviesan sus puertas para pedir confesiones o escuchar los sermones que el sacerdote por vocación se dispone a pregonar.
Extendiéndose sobre el asfalto, los vendedores ambulantes más jóvenes recorrerán la plaza con sus oficinas en rodachines, ofreciendo desde helados, hasta boletos de lotería, mientras que aquellos más experimentados, los de cabello cano, se mantendrán bajo la sombra de la actual oficina de la Alcaldía sentados sobre las sillas con parasoles que se extienden a lo largo de la avenida del Centro Comercial Ganadero.
Al sumergirse en este complejo de callejones y entramados de acero y hormigón, doblando la esquina por la Calle Obando, pocos ojos se fijarían en Carlos Alberto Guarín, o Don Carlos, como lo conocen los de habitual visita a esta zona. Él, armado con su sombrero de visera corta, con la piel oscurecida y la libreta de boletos de lotería en su cinto, no solo custodia su puesto de venta ambulante, sino que, además, posa como guardián de un recuerdo muy temprano de la Plaza de la Libertad.

Don Carlos, que ve a cuento ofrecer golosinas azucaradas y caramelos de Anís, en una exhalación añeja, levanta su mirada hacia el otro lado del parque y alargando el dedo hacia unas estructuras contiguas al edificio Marín recuerda: “Yo iba al Bar Londres, allí enfrente, que tenía un piano grande, uno le echaba doscientos pesos de entonces y miraba si la máquina le ponía lo que uno quería, porque esa vaina a veces no salía. Y ya uno ponía lo que quisiera. Uno ponía los tangos buenos, ya sabe, Carlos Gardel, Agustín Magaldi, Alberto Gómez… Esos tangos, avemaría. Inolvidables.”.
Mientras divisaba con una nueva y extraña intriga los lugares que había dado por familiares durante años, nota un detalle especial que sin rechistar acaba poniendo como crucial a la hora de preferir la versión del parque anterior: “Que yo recuerde del parque viejo… había más árboles. Eso sí que diría yo que tenía mejor que el parque de ahora, porque pues… este acaba siendo más grande, porque en ese entonces al parque lo atravesaban más calles para que pasaran los carros, ya ahora uno no entra si no es a pie por La Convención o ya por la Calle de los Estudiantes”
Visiblemente, sus compañeros—que se protegen bajo su misma sombra— saltan a señalar lo que para ellos es uno de los detalles más notorios al comparar los paisajes del parque modernizado con el que ellos recuerdan, y es el lugar en el que se encuentra “La Pila” o la fuente principal del parque. En décadas pasadas, se señalaría fácilmente a esta fuente como una gema que decoraba el centro, y sirviendo de asiento para la conversa, salpicaba chorros hasta que terminara su función a eso de las ocho de la noche.

A pocos pasos de su puesto de minutos y golosinas, Don Carlos—al platicar sobre como suele abastecer su pequeño negocio con tratos que tiene con sus colegas de La Galería— mira el embaldosado, y tras un suspiro, comenta: “Antes, en un día de mercado, la gente ponía lo que quería vender en el suelo, o si se lo podían permitir, en unos toldos que rodeaban la plaza. Eso fue hace más o menos cincuenta años para acá. Y ya cuando empezaron a arreglar el parque lo pasaron para allá—comenta mientras gira el torso para señalar la vía a la que le da la espalda—, en la avenida de los estudiantes.”
Inflando el pecho y mirando el panorama con ojos esperanzados, antes de continuar con su labor, el veterano comerciante exhala orgulloso: “Rionegro es el epicentro del Oriente Antioqueño, de veintitrés municipios. De casi todos esos veintitrés viene gente de esos lares. Es que esto es lo que hace veinte o treinta años fue Medellín”
Un recuerdo de la tradición zapatera
Dirigiendo la vista a lo que actualmente se marca como “Pasaje Comercial” ,con un vívido recuerdo de Las Fiestas del Zapatero, Don Jesús no tarda en dar indicaciones: “Todo esto era puro almacén de zapato, esta calle (señalando la Calle 49) y esa calle de allí, puro almacén de zapatos. Eso ya se acabó… por la política. Esto aquí mismo era incluso lo que llegó a ser la Feria de Toros y La Feria de Ganado, también se acabaron por la política”. Con tono indignado, resaltaba que, en sus vivencias de antaño, de Medellín, de Marinilla y de las veredas aledañas, la plaza se abarrotaba de turistas que conocían de sobra la calidad de un buen zapato rionegrero. “¡Antes acá en estos almacenes sacaban zapato bueno! ¡Zapato fino! No como ahora que todo lo que venden esas tiendas es desechable”.

Con esta visión orgullosa del habitante de Rionegro reconocido por su trabajo, Jesús, apuntando hacia los locales aledaños al Centro Comercial Ganadero, reconoce su lugar antiguo de trabajo que aún conserva el mismo nombre que en su juventud: “La Aldaba”. “Allá era donde yo trabajaba, uno no pedía mucho. En ese entonces como cincuenta pesos, cien pesos o doscientos pesos uno ya tenía mucha plata. La gente aquí compraba, bebía… ya con doscientos pesos uno no le alcanza para nada. La Aldaba se llenaba, la gente llegaba a las tres de la tarde y de repente ¡Ay, que son las diez!”
Mientras recordaba su oficio como camarero, a modo de detalle en la conversación, recordaba los sitios de ocio de la época: Desde el burdel “La Cañada” hasta las heladerías que abundaban en el Centro Comercial Ganadero como “Heladino”. En su memoria, situaba a cada uno de estos sitios no por su ubicación, sino por la música que hacía vibrar toda la plaza. Recorriendo su descripción por toda la calle, cada edificio era reminiscencia de cierto ritmo: “Uno podía reconocer muy fácilmente: aquí sonaba Tango, aquí Guasca, aquí aquello, aquí lo otro…”.
El conductor: Rionegro tras el volante
Al indagar por un recuerdo del patrimonio, si hay algo que abundará a lo largo de toda la plaza será el murmullo popular. Un murmullo, que para bien o para mal, va desbarajustando unos vestigios de recuerdo de un relato lejano, que se quiera o no, no es muy sencillo de recordar a pesar de que se tenga toda la información de la prensa archivada. Como ventaja, estos comentarios populares se tornan rápidamente en guías de los personajes más reconocidos del lugar, y cual si señalaran en grupo como una turba enfurecida, las tenues voces de la plaza, en su cuchicheo, recuerdan ciertos apellidos que ensalzan la fortuna de algunas familias: Los Tobón, Los Cardona, Los Echeverri… Son todo memorias de aquellos que, en vista pública, “en su momento lo tuvieron muy fácil”. Como fruto de estos comentarios, no se tardó en encontrar a uno de los hijos de tan renombrados apellidos. Reposado en una banca como los demás paisanos, descansaba Octavio Cardona, quien cargando a cuestas ochenta y ocho años demostraba en las arrugas y marcas de sus manos lo que había sido toda una vida de manejar la dirección de un automóvil.

“Yo empecé con el carro muy joven, llegué aquí a trabajar manejando con dieciséis años, a esa edad me dieron la patente. Tuve que pagar mil pesos de multa o de fianza para poder manejar antes de ser mayor de edad… mil pesos era un costalado de plata”. Para su suerte, el factor económico no ha sido un obstáculo, mientras señalaba uno de los edificios con detalles coloniales que ahora ostenta el nombre de “Restaurante Sancho Paisa” rememoraba las propiedades que su padre como terrateniente tenía al decir: “Esto lo vendió mi papá, en casa vieja, hace sesenta años a lo que en esa época fueron unos sesenta y tres mil pesos. Es más, la primera casa de tres pisos que hubo en Rionegro era de nosotros, era de los Cardona.
La primera casa de granito de tres pisos de todo el pueblo. Y vea lo que es Rionegro, que es ya una ciudadela”. Teniendo la fortuna en su apellido, por afición o por oficio, Octavio acabó no solo involucrado con el negocio de los automóviles, sino que, además, pasaría a convertirse en un experto del transporte que tendría circulación para los lugares más concurridos que tienen las periferias del municipio de Rionegro. “Yo tenía bus para Coltejer… para todas esas fábricas. Aquí no había sino dieciséis carros: Ocho automóviles en la flota Córdoba y Ocho escaleras en la flota Rionegro. Tanto así que el carro de la basura era un carrito pequeño y el de bomberos no era sino un modelo 56”.
Al haber tan poca oferta en cuanto a transporte destacaba como él podía cubrir rutas desde su origen hasta el Santuario, como desde allí hasta Medellín con el mismo grupo de pasajeros, teniendo viajes incluso de hasta tres horas de recorrido. Su vida, desde que terminó su trabajo de transportador, continúa siendo afín al aroma de la gasolina pues viendo los carros que se bambolean por las autopistas, defiende sin mayor alarde que el Ford Mercury que él conducía es y será mejor carro que cualquiera de las máquinas modernas que hoy por hoy circulan por el pueblo.
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